Aquellos tiempos: ALGUNAS PERSONAS DEL PUEBLO (*)

“Seu Pedro” – Era el “Marques de las Cabriolas” en las fiestas del carnaval. En los desfiles, y desde el carruaje (después: el auto) que abría la marcha, saludaba con grandes gestos a la multitud apiñada en las aceras, que le hacía llegar su mensaje de simpatía a través de una serpentina. No recordamos la fecha exacta de su muerte, que puede haber sido por 1948 o 49. En aquellos tiempos no se concebía un corso carnavalero sin la presencia gesticulante de “Seu Pedro”, que creemos vivió más de noventa años.

“El Tuerto Luis” – Era un hombre simple, trabajador todo el año, menos en las semanas previas al Carnaval y durante éste. Entonces se transformaba en Luis Fernández, el Director de la comparsa “Los Hijos de Tacuarembó” que se preparaba en su propio domicilio en calle Paysandú (hoy L.A. de Herrera) entre General Flores y Treinta y Tres.

“Florencio” – Creemos que su apellido era López, pero no estamos seguro de ello. Se desempeñaba durante el año como obrero municipal (barrendero), pero también en Carnaval se tomaba una licencia, para actuar como Tesorero de la comparsa “Los Hijos de Tacuarembó”.

“Juan Cachete” – Allá por el año 23 o 24 conocimos a “Juan Cachete” de quien jamás supimos el verdadero nombre. Vivía en una casucha rodeada de viejas higueras en calle Treinta y Tres y Joaquín Suárez, esquina cruzada con la actual Casa Porcile Chiesa. Bebía mucho, preferentemente en el almacén de don Santiago Dalprá, que tenía la ventaja de distar solamente una cuadra de su casa.

“El Negro Aparicio” – Era el hijo mayor de “Seu Pedro”, gran bailarín de tangos, milongas, maxixas y rancheras, además de magnífico conductor de automóviles. Solía hacer exhibiciones para la Agencia de los neumáticos “Michelin”. Estas exhibiciones tenían lugar en la cuadra de Washington Beltrán frente a Plaza Colón. Aceleraba el automóvil y a mitad de cuadra lo frenaba bruscamente, quedando en dos ruedas, y con un hábil giro del volante volvía por donde había venido.

“El Dunga” – Bastante morocho, Justimiano Barbat, (“El Dunga”), era sacristán de la Parroquia de San Fructuoso que, por entonces, tenía como párroco a la esclarecida figura del Presbítero don Jaime Ros. “El Dunga” también practicaba fútbol, si mal no recordamos en el Club Nacional. Y en las misas de los domingos vigilaba con ojo de águila a la gurisada asistente, pues no faltaban los que, en vez de poner en “el rastrillo” la o las monedas que daban en su casa… metían las manos y sacaban las que podían.

“Los polacos” – No se puede pergeñar una historia de Tacuarembó sin mencionar a los hermanos Bichinque, dos insignes pescadores que conocían palmo a palmo el Tacuarembó Chico y buena parte del Tacuarembó Grande, además de una docena de lagunas, entre las que se contaba la de Bidegain, que estaba a corta distancia del puente ex – Colorado (ahora Blanco) por donde pasaba el Ferrocarril Central hacia Rivera. Se decía que por las noches acampando a orillas del arroyo, de la laguna o del río conocían indistintamente el “coletazo” de los peces y podían pronosticar cual venía, con un mínimo margen de error. Pertenecían a una familia numerosa, muy estimada en Tacuarembó y algunos de cuyos herederos podría indicar el nombre de pila de los dos pescadores.

“El Pavita” – Era un paisano, alto, flaco y desgarbado, oriundo de Bañado de Rocha, que en la década del 40 hizo su aparición en la ciudad. Vendía yuyos de toda clase y en las casas donde encontraba alguna muchacha joven y/o bonita, acompañándose con una guitarra imaginaria cantaba un vals muy popular en esa época: “Paloma”. Quitando esas pequeñas “travesuras” de enamoradizo y cantor (de la legua, por lo menos), era un hombre honesto y cordial.

El “Negro” Carlos Olivera – Desde los años 30 fue uno de los personajes más populares y más queridos de la ciudad. Buen jugador de fútbol, en la difícil plaza de centro-half, pero por sobre todo dotado de un gracejo natural. Estar junto a él era estar riendo. Junto con Francisco Silva (“El gallego malvado”), formaban una pareja insuperable, capaz de hacer reír a una piedra. Donde estaba Carlos enseguida se formaba rueda para escuchar sus chistes desopilantes y sus espontáneas ocurrencias.

Apuntes de “Recuerdos de Tacuarembó” de Cosme Benavides, escrito en la década el `80.

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