EL PERIODISMO ES UN APOSTOLADO – Por Soledad Platero

Perseguir a un hombre que está siendo conducido a un patrullero y preguntarle si violó a su hijita que acaba de morir, acosar a la madre de la bebé muerta, dar el nombre y la dirección de la criatura supuestamente abusada y asesinada, todo es parte de la tarea del periodista: ese apóstol que le debe una verdad, por cruda que sea, a su público. El caso de la nena muerta por una infección respiratoria en junio de 2009 -que fue tratado por los tres canales privados de televisión como un caso de abuso sexual cometido por el padre- dio lugar a una acción judicial que busca no sólo compensar, en cierta medida, los daños irreparables causados a la familia, sino llamar la atención acerca de los excesos de que es capaz la prensa.

Obviamente, cada vez que estos temas se discuten (porque la saña y el morbo con que la televisión maneja la crónica roja ya se han vuelto lugar común en todos los debates y en todas las reflexiones sobre periodismo y sobre violencia) los encargados de defender la posición de la tele argumentan que se deben a los hechos, que ellos no están para juzgar a nadie (aunque lo hagan sistemáticamente) y que, en definitiva, son esas, y no otras, las noticias que la gente quiere ver. Y tienen razón, en buena medida.

El problema no estaría tanto en si los mensajes emitidos se ajustan o no a los hechos, cuanto en la valoración que se hace de entelequias como «los hechos» o «lo que la gente quiere». Supongamos por un momento que la niña, efectivamente, hubiera sido abusada por su padre. Supongamos que hubiera muerto por esa causa, o por cualquier otra causa violenta. ¿Por qué habría que asumir como una razón superior, como un deber ético ineludible, el dar a conocer los detalles de ese hecho singular, concreto? ¿En qué derecho de la ciudadanía se fundamenta la necesidad de conocer al instante y con precisión minuciosa hechos que conciernen al ámbito de lo privado? Y por las dudas, haré una aclaración: no pretendo dar a entender que los abusos cometidos en el hogar deban silenciarse porque pertenecen al ámbito privado. Lo que digo es que los hechos singulares no dan cuenta, por sí solos, de realidades sociales o asuntos concernientes a lo público. Para que algo ocurrido en el ámbito de lo privado tenga lugar en el ámbito de lo público debe ocurrir algo distinto a su mera exposición. Debe ser puesto en discurso, debe ser inscripto en el lenguaje que vincula el hecho aislado con la trama social en la que ocurre, debe ser interpretado. Y todos tenemos, no ya el derecho, sino el deber de conocer la trama social que nos incluye, y por lo tanto, todos tenemos el deber de pensar, de postular hipótesis, de inscribir los hechos en un proceso histórico y de hacer, en suma, todo lo que dejamos de hacer cuando nos detenemos en el detalle y en la anécdota, en el estremecimiento y la indignación, en el azoramiento y el rechazo.

Por lo tanto, argumentar que el periodista tiene el deber de dar a conocer los hechos porque es lo que la gente quiere o exige es ser superficial y oportunista dos veces: la primera, por la sobrevaloración de los hechos; la segunda, por la sobrevaloración de la voluntad de la gente. La gente quiere castrar a los violadores, prender fuego la casa de los maleantes, escupir a la directora de la escuela o patotear al director técnico. La gente quiere descargar su ira contra cualquier cosa, porque no tiene idea de qué es lo que le pasa, y tampoco tiene ganas de hacerse preguntas. (Sobre todo, no tiene ganas de hacerse preguntas). De ahí que un malo rotundo, un villano servido en bandeja (puede ser un rapiñero, un padre abusador, un funcionario corrupto) siempre le vendrá bien para desahogarse y reafirmar su pertenencia personal al lado del bien. La multiplicación de detalles de hechos inconexos (o, a lo sumo, vinculados entre sí por la música dramática, los títulos bizarros y la inclusión específica en el género «crónica roja», que ahora se cobija en ese manto tejido entre varios que se conoce como «inseguridad ciudadana») no solo no ofrece información sustancial acerca del mundo que nos rodea, sino que construye un imaginario estetizado, literaturizado, de roles estereotipados y juicios sumarios. En esa trama corrupta es fácil regodearse con las aristas más morbosas, situarse en alguno de los puntos posibles de la escena (el matón, el vecino de la víctima, el heroico rescatista, el testigo) y dejarse llevar por el juego irresponsable, intenso y delicioso de ser parte de un espectáculo.

Andebu manifestó, recientemente, que no hay que exigir contraprestaciones a los permisarios de señales, porque en definitiva prestan un servicio gratuito. Para decirlo en forma más clara, porque sé que es difícil de entender: dicen que los canales privados -que usan, como es sabido, frecuencias que son propiedad del Estado- no deben nada, porque sus contenidos llegan en forma gratuita a todos los hogares (a diferencia de los contenidos de las señales pagas, como el cable). Habría que preguntarse si a esta altura, después de más de cincuenta años de ofrecer la basura que hacen pasar por periodismo, no tendrían que ser demandados por daños y perjuicios.

De UyPRESS

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