EL BARRANCO SE HUNDE

Escribe Gastón Rodríguez Freitas

El rumor de la lluvia, próximo al anochecer, iba aminorando. El hombre encapuchado bajaba despacio por el camino. En el suelo yacía un jabalí malherido, los ojos en blanco, roja espuma en el hocico salpicando agonía con la lengua de afuera. Antes de llegar al puerto tuvo que pasar junto a dos perros que parecían perdidos y una paloma muerta.  

Aunque el río estaba desbordado, estaba seguro de haber visto humo entre los sarandíes. De pronto, sintió que alguien se acercaba abriéndose paso por el camino que él había tomado. Por un momento desconoció el puerto y las escotaduras del río, pero pronto volvieron a verse como antes. Miró el piquete donde debiera estar el bote, se fijó en el nudo y vio que estaba intacto: habían cortado la cuerda. Se volvió para mirar la cima del barranco, con ansiedad y un poco de miedo, porque quería verle la cara a quién le seguía.

Llevó una mano al cinto, como si hubiera recordado algo, y se dio cuenta de que faltaba el cuchillo. Sacó el cuero de la vaina e irguió la cabeza cuanto pudo.

El otro hombre era más bajo y fornido que él. Andaba con las manos metidas en los bolsillos, se movía un paso a la vez, como si le costara levantar un pie después de haberlo hundido en el barro. Se detuvo a la sombra de un espinillo, dejándose caer deliberadamente.

Había dejado de llover pero continuaba tronando. Sin agachar la frente, el hombre encapuchado comenzó a subir. El otro no se movió hasta que lo vio casi encima del barranco, y luego, estirando las piernas, se levantó de un salto. Bajó los negros terrones. Sus latidos le sonaban en las sienes. Sin dar un paso, volvió la cabeza.

El hombre encapuchado trepaba por el barranco.

Sus piernas en movimiento se hicieron más veloces. Dio dos pasos largos y vio el blanco capó de la camioneta.

Volvió a mirar hacia atrás; el camino estaba vacío.

Sacó una llave, apretó el botón de la alarma, y en vano esperó algún sonido. Metió lentamente la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y empujó.

Había  sangre  en uno de los asientos. Limpió, con cuidado de no mancharse, se puso al volante y arrancó. No había pisado el acelerador cuando la luz roja del combustible comenzó a pizcar en descenso. Revisó la guantera y se agachó para sacar un bulto de debajo del asiento: una bolsa de cuero negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro.

Apagó el motor, salió de la camioneta y siguió los surcos de las ruedas con olor a barro recién revuelto. Cruzó un alambrado caído y siguió por un sendero. A lo lejos, en el bañado de espartillo, donde el cielo se funde con el monte, vio un rancherío que apenas agredía el paisaje.

Le pareció ver luz allá lejos, en uno de los ranchos. Apuró el paso por un camino rastrillado por el ganado que le llevó hasta un huerto con tacuarales y un pozo de piedra. Sin hacer ruido, sin dejar de moverse, llegó hasta el último alambrado. Afortunadamente, no había perros. El rancho estaba abandonado.

Fue a sentarse cerca del pozo y echó por tierra la bolsa de cuero; en su frente podía leerse la preocupación y la presencia de muchas ideas que hervían en su mente como renacuajos en un charco.

Poco después, su semblante cambió de repente al sonido de tres golpes secos que llegaron desde el pozo. Se sintió culpable. ¡No había tenido el valor de preguntarle nada al desconocido! La sorpresa lo había paralizado. Aun así, se sentía cobarde.

Alcanzó el borde del brocal y asomó la cara.

Primero entró el aire, compacto y frío. En lugar de ver su cara sobre la quieta  profundidad del agua, entrevé dos sombras que parecen una, sin apartar la vista del fondo sintió el filo húmedo hundiéndose en el costado. La hoja le abrió la piel a la altura del riñón, y subió, dejando una mancha roja casi hasta las costillas.

Arriba, las nubes temblaban. El cielo entero se sumergió sobre si mismo mientras el hombre caía. Siguió cayendo durante mucho tiempo. El mohoso brocal comienza a convertirse en una nube de greda purpúrea que luego se disipa, dilatándose en roja humareda espesa; el tacuaral se convierte en una grieta; las piedras eran un toro, y el barranco se hunde en un abismo invisible.

Dejó de sentir el temblor del agua, y las formas dejaron de aturdirle al retener los matices de un azul cada vez más profundo.

Cuando se dio cuenta de que el dolor ya no duraba en las carnes, comprendió que no tenía cuerpo.

Después de revolverse con insistencia en la memoria, recordó que cavaba entre piedras. Recordó también el áspero túnel concéntrico. Absorto en sus pensamientos, siguió cavando.

 

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