DEMOCRACIAS DE CARTÓN / Por Jorge Majfud

En 2015, en una de las reuniones con “la troika” (el BCE, el FMI y la Comisión Europea), el por entonces ministro de economía de Grecia, Yanis Varofakis, presentó un pedido de renegociación sustancial del llamado “programa económico griego” y reclamó la devolución de alguna soberanía económica para su país. El ministro de finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, le advirtió: “No está permitido que las elecciones cambien el programa económico de un estado miembro”.

Las similitudes del sistema dominante actual con otros como el feudalismo, la esclavitud y el colonialismo son, por lejos, mucho mayores que las percibidas por la población a través de los medios y el sistema educacional. Las democracias del siglo XIX no solo estaban asentadas en el sistema esclavista y corporativo sino también en un brutal colonialismo extractivo. La excusa por entonces (y de una forma más encubierta hoy) era que sólo quienes tenían intereses materiales tenían algún sentido de responsabilidad.

También la condición de propiedad privada transmutó para continuar dictando las políticas convenientes de los propietarios, pero ahora no a cualquier propietario, ya que hoy la propiedad privada es casi universal en nuestro mundo capitalista y hasta un pobre obrero organiza su vida en torno a esa realidad, sólo que su capital es un auto y una casa la que, por lo general, termina de pagar poco antes de jubilarse. Con frecuencia, ni eso, porque el endeudamiento es la estrategia central del poscapitalismo, incluso a nivel internacional.

La elite propietaria y hereditaria que antes decidía las elecciones (la oligarquía), por ley primero y por dinero después, es ahora la elite corporativa y financiera.

Como en el siglo XIX, hoy las elecciones son compradas por los donantes millonarios hasta en los países más poderosos que se presentan como grandes democracias, como Francia, Inglaterra o Estados Unidos, en los cuales existe una simbiosis entre democracia política y dictadura económica. El sistema económico mundial es aún más tiránico, ya que ni siquiera tiene un sistema político que pueda amenazarlo con algún límite.

La ONU es un perro sin dientes y amaestrado por los criterios, antojos e intereses de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial.

Las corporaciones actuales funcionan como feudos medievales por los cuales los señores dueños de vidas y tierras se reparten los reinos cuyas coronas, sus gobiernos, poco pueden hacer para limitar su poder.

En algunos casos, plataformas como Facebook o Twitter se han convertido en feudos globales donde sus cientos de millones de habitantes viven, consumen, son vigilados, producen contenido gratis, realizan transacciones, se informan y son expuestos a las noticias que deciden las reglas del reino gobernado por un solo hombre, sea Mark Zuckerberg o Elon Musk con su corte de CEOs, administradores y “moderadores”.

Esos poderosos feudos globales son propiedad privada de un puñado de hombres que no reciben órdenes de sus sirvientes y mucho menos son elegidos por ellos.

Ésta es sólo la radicalización de una tradición que, a partir de 2007 llevó a que el 90% de los capitales de Wall Street estén en manos de tres grupos de inversiones llamados The Big Three (solo BlackRock, Vanguard y State Street suman 22 billones de dólares en capitales, el PBI de Estados Unidos).

Pero las corporaciones también están en los comités de redacción de leyes, son importantes donantes de los candidatos de los dos partidos en perpetua disputa, gracias a las leyes y a las decisiones judiciales que, por ejemplo, en 2010 eliminaron el tope máximo de donación permitido a las corporaciones (a través de Super PACs) bajo el argumento de que atentaba contra la libertad de expresión.

Irónicamente, la demanda ante la Suprema Corte a favor de las grandes corporaciones fue realizada en nombre de una “organización independiente” llamada Ciudadanos Unidos, justo cuando la mayoría de los ciudadanos de este país estaban en contra de la propuesta.

Gracias a las leyes aprobadas bajo extorsiones en los gobiernos, nacionales y extranjeros, las corporaciones privadas poseen inmunidad y hasta soberanía, mucho más soberanía que los mismos Estados soberanos, ya que pueden demandar a gobiernos pero no ser demandadas por éstos.

Gracias a su poder financiero, los países atrapados en la telaraña de deudas y en la necesidad de desarrollo eternamente interrumpido por las superpotencias noroccidentales hacen hasta lo imposible por atraer sus inversiones y luego por mantenerlos contentos para que no se vayan.

Como los tratados de libre comercio que estas mismas corporaciones logran que los gobiernos firmen sin conocimiento popular (y cuyas negociaciones sólo se conocen cuando ocurre una filtración, como la de WikiLeaks en 2013) suele establecer la libertad casi absoluta de los capitales de invasión, su poder de extorsión es máximo: cuando se les antoja, entran en un país y, cuando algo no les gusta, como algún derecho ganado por los trabajadores, se van sin avisar, descalabrando la economía de países grandes y chicos.

Cualquier forma de regulación que limite esta “libertad de inversión” para asegurar condiciones de estabilidad para los países cautivos es saboteada como una amenaza contra “la libertad” y el “libre mercado”, propia de los fracasados países socialistas, etc. El mismo Banco Mundial, cuyo declarado propósito es ser un “banco de desarrollo” para países pobres, no sólo no tiene expertos en desarrollo en su cúpula sino que trabaja para los especuladores financieros.

Con regularidad, el Banco Mundial publica rankings de países según su docilidad ante los inversionistas trasnacionales. Su publicación principal, Doing Business, alerta en tiempo real a los especuladores cada vez que un país se aparta un centímetro del dogma corpofeudal: el congreso del país X ha aprobado un proyecto de ley reconociendo un derecho laboral; el país Y enfrenta manifestaciones populares contra el dictador amigo N; una encuesta sugiere que el 60% de la población de Z está a favor de la regulación bancaria; etc.

Los países con impuestos a las corporaciones son mal ranqueados en este índice de libertad.

Whisky en una mano y el mouse en la otra, los inversores mueven sus capitales de un país a otro generando el “pánico de los mercados” en los países X, Y y Z y sus políticos criollos explican la crisis por “la falta de libertad de los mercados” y, como suele decir el escritor Mario Vargas Llosa, por “no estar en el camino correcto” y “por no votar bien” a favor de la libertad, del desarrollo y de la prosperidad capitalista que, si por algo se ha destacado a lo largo de cuatro siglos es en promover la riqueza (desarrollo) de las potencias colonialistas y la muerte y la miseria (subdesarrollo) en los países colonizados.

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(*) Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay en Montevideo, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Reside en Estados Unidos desde 2003. Es habitual colaborador en diferentes medios internacionales. Su libro “La Frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina” está considerado uno de los textos de estudio más importante publicado a nivel mundial. Actualmente es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University (EE.UU).

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