Algunos establecimientos son como pequeñas ciudades cercadas: hay talleres, peluquería, carpintería, almacén —el economato—, huertas, edificios administrativos, centros educativos y de salud, capillas, canchas de fútbol y de algún otro deporte, además de las celdas.
Su población principal son reclusos; unos pocos estudian y otros pocos tienen la oportunidad de trabajar, aunque no todos los que lo hacen reciben un pago. Sus conciudadanos son la custodia interna y la vigilancia militar perimetral, en la frontera con la libertad, que solo da paso a la visita familiar, a los abogados, a los proveedores. Son microeconomías con moneda propia para la transa, como la droga.
Nuestras más de 20 dependencias penitenciarias conforman un sistema tensionado y con números dolorosos: la población reclusa viene aumentando sin parar y eso requiere de más gasto público para —entre otras cosas— alimentarla, darle atención médica y custodiarla, además de una mayor inversión que amplíe una infraestructura desbordada y, en muchos casos, en condiciones inhabitables. Es un problema que tenemos como sociedad, al cual varios actores ven como una bomba; algunos datos que comparto en esta entrega tumbera de la newsletter muestran lo que parece ser una mecha prendida. |
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Por el aumento de la delincuencia, el incremento de penas e insuficientes alternativas para el encierro como castigo, en poco más de un decenio la población privada de libertad se duplicó y siguió de largo: pasó de 7.139 en 2004 a 15.913 a fin de 2024, según cifras que tomé del Observatorio del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR). En una población de casi 3,5 millones de habitantes, eso significa una tasa de prisionización de 445 por cada 100.000 habitantes, una de las 10 mayores del mundo (El Salvador tiene una tasa de 1.086 y encabeza el ranking internacional que publica el Instituto de Investigación en Política Criminal y Justicia de la Universidad de Londres).
La proporción de mujeres crece y a fin del año pasado eran el 8,5% de todos los privados de libertad; algunas —entre 60 y 70— están acompañadas por sus bebés o hijos chicos.
Quienes llenan nuestras cárceles pagan su culpa por delitos vinculados con drogas, hurtos y rapiñas, principalmente. La gran mayoría de estos delincuentes son uruguayos (97,6%), aunque la inmigración reciente se ve también tras las rejas: hay, por ejemplo, dominicanos (23), cubanos (19) y venezolanos (16), junto con argentinos (92) y brasileños (150).
Algunos establecimientos son microciudades, por población y aspectos de la dinámica interna; la Unidad N°4 (antiguo Comcar) con sus 5.096 reclusos en diciembre de 2024 supera en habitantes a Santiago Vázquez, la localidad más cercana.
La población carcelaria va rotando casi a diario: en 2023 hubo 10.850 ingresos y 9.931 salidas del sistema, según estadísticas del INR citadas en el último informe del Comisionado Parlamentario Penitenciario presentado en setiembre de 2024.
El comisionado expuso que la densidad de la población es “crítica” en la mayoría de los establecimientos, con una ocupación de 189% de las plazas en el N°21 de Artigas y en el Anexo Pintado Grande. Pero también hay algunos espacio-chacras subutilizados. Esta semana el Poder Ejecutivo anunció que hará traslados.
El hacinamiento aumenta la presión en la convivencia y las posibilidades de conflicto, además de que afecta el mantenimiento de las condiciones sociosanitarias de los espacios, la provisión de bienes y servicios básicos del alojamiento y de la logística de la gestión de actividades y programas, señala ese informe. Según el INR, las fugas el año pasado fueron 27; las muertes violentas, 11.
Más de un tercio de los reclusos toma agua que carece de “calidad certificada” para el consumo, si bien esta proporción bajó sensiblemente, surge de la Rendición de Cuentas del año pasado.
Los reclusos conviven con sus custodias, en una relación de casi cuatro a uno: el INR tenía 4.151 vínculos laborales en 2024, según datos que recogí de la Oficina Nacional del Servicio Civil. En la próxima Ley de Presupuesto se prevé incorporar más personal penitenciario. |
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La población carcelaria es mayormente joven —casi dos de cada tres son menores de 35—, tienen pocos años de educación formal y provienen de hogares de ingresos bajos o “vulnerables”, de acuerdo con las caracterizaciones que leí para esta newsletter de distintas fuentes.
Los resultados de una prueba en las áreas de lengua y matemáticas presentados en 2023 por el Ministerio de Educación mostraron un 53,5% de analfabetismo entre los reclusos de la Unidad Nº 4 y en la cárcel de Salto.
La población reclusa tiene, en general, una oferta de estudio o trabajo insuficiente. En promedio, aproximadamente cuatro de cada 10 privados de libertad tuvo al menos una hora al mes de actividad educativa, formal o no formal, mientras que el acceso a cupos laborales fue de un 35%, pero con diferencias significativas según el establecimiento. Solo uno de cada cinco de los que trabajaron cobró un peculio —o, la mayoría, medio— o un salario (en los emprendimientos de la Unidad Nº6 Punta de Rieles y en el Polo Industrial del antiguo Comcar).
Hace años que no visito una cárcel. Pero, por la descripción que hace el comisionado, y por las imágenes que se ven en la televisión o en redes sociales cuando hay incidentes graves —como el incendio de hace pocos días en el antiguo Comcar—, es fácil imaginar el frío, el olor, la ansiedad y el miedo dentro de estos centros de detención. |
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El presupuesto total vinculado al sistema penitenciario —de los ministerios del Interior y Defensa, así como los de la Administración de Servicios de Salud del Estado y el Patronato Nacional de Encarcelados y Liberados de la cartera de Desarrollo Social— fue de $ 7.607 millones, calculó la oficina del comisionado para 2023; son unos US$ 196 millones al tipo de cambio de ese año. Para que se tenga una idea, eso equivale, por ejemplo, a dos veces el gasto ejecutado por la Cancillería, y a la mitad del presupuesto del Ministerio de Transporte y Obras Públicas.
La mayor parte de ese presupuesto del sistema carcelario fue gasto hecho por el Ministerio del Interior, sobre todo en alimentación (37%, con $ 88 diarios por recluso), agua (20%), electricidad (14%), pagos al trabajo remunerado de los presos (6%), combustibles (5%), viáticos (3%) y limpieza (2%), entre otros rubros menores.
En 2023, de acuerdo con el informe del comisionado, el gasto anual global promedio por persona privada de libertad rondó los $ 508.000, es decir unos US$ 13.000. En 2024 cada preso le costó al Estado $ 468.000 —US$ 11.636 anuales—, según publicó la semana el colega Tomer Urwicz, del portal El Observador, en el marco de una cruda crónica de la visita que hizo al Módulo 11 del antiguo Comcar, días después del incendio que provocó la muerte de cuatro reclusos. Aunque no logré datos para los mismos años, estos montos pueden compararse con un costo anual promedio por alumno de la enseñanza pública de $ 121.607 en 2020, aproximadamente US$ 2.900 (o $ 63.183 si se pondera considerando la baja matrícula de algunos de sus centros), conforme a cifras de la ANEP.
Teniendo en cuenta la situación edilicia, la densidad de la población, el tiempo de acceso al patio, la oferta de actividades de capacitación o socialización y los niveles de violencia cotidiana, la mayoría de los establecimientos de reclusión son ámbitos hostiles.
El informe del comisionado considera que más de cuatro de cada 10 reclusos reciben “tratos crueles, inhumanos o degradantes”, un 40% está bajo “insuficientes condiciones para la integración social” y solo el 17% tiene “oportunidades de integración social”. No sorprende que la mayoría salga y después vuelva a habitar el sistema, tras reincidir en la delincuencia.
Son números impactantes de un adentro y un afuera que, al final, son parte del mismo problema. |
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