Gracias por el fuego, Pepe

Por Bettina Silva Carneiro

Se fue el hombre, queda el faro.
Se apagó el cuerpo, pero arde la idea.
José Mujica —el Pepe—
de guerrillero a presidente,
de la trinchera a la chacra,
del calabozo a los aplausos del mundo.

No usó corbata, ni protocolo.
Prefería los pies en el barro,
las manos curtidas, el mate compartido.
Vivió como habló, habló como vivió.
Austero, brutalmente honesto,
dueño de una libertad que incomoda y conmueve.

Su casa fue el campo, su patria la gente,
su revolución, la ternura.
En un mundo de máscaras,
él eligió la arruga, el temblor, el temazo de la vida simple.

Decía que el tiempo es lo más valioso,
que consumir no es vivir,
que el amor es lo único que puede salvarnos.
Hablaba de política como quien habla de sembrar:
con paciencia, con manos sucias,
con la certeza de que la tierra siempre devuelve.

Hoy lo despide un país entero.
Y más allá.
Porque su figura trascendió fronteras,
su filosofía de la cotidianidad
hizo pensar a poderosos, jóvenes y descreídos.
Era el líder que no quería ser líder,
el presidente que donaba el sueldo,
el revolucionario que hablaba de perdón.

Pepe no murió.
Porque no mueren los que encienden fuegos.
Los que se animan a decir verdades como piedrazos.
Los que prefieren el nosotros al yo.
Hoy nos deja el cuerpo cansado,
pero no su trinchera de ideas,
ni su forma de mirar el mundo:
desde abajo, desde adentro, desde el alma.

Gracias por el fuego, viejo.
Gracias por enseñarnos que se puede vivir con poco
y luchar por mucho.
Gracias por hacer de la política un acto de amor,
y del amor, un compromiso colectivo.

Hasta siempre, Pepe.
Nos dejás tu semilla.
Y no vamos a dejar que la apaguen…

 

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