FRESNO

Cómo te encantaría suprimir este arraigo solitario

y reemplazarlo antes que rebrote, compañera de faena, la cizaña

del invasor para el cual todo suelo es “rentable”,

aun en medio del mayor hacinamiento.

Como anteayer mientras sobrevolaba para ti su parásito,

nada menos que sobre el gríseo estuario del Río Negro;

palomas y acreedores, y pese al empecinado coraje te mutilaban tantas veces

en esa misma gangrena enfurecida

que ahora el brazo enérgico del ermitaño la salvara

del otro dentado filo oscuro. Precipitaste el torbellino,

en virtud de lo autóctono, para sufrirlo crecer

su aciaga labor de siempre sin un nuevo destierro.

El fresno en Tacuarembó era otro patriarcal augurio

de tu única infancia, trepando sobre esos duros presagios

tuyos por sobre suburbios a los que se abría en atajos

la férrea bicicleta de los hermanos mayores:

policlínicas hacia los foros barriales; reja metálica, en lugar de ventanas, ataviadas de anuncios tutelares;

kioscos, tabacaleras, tabernas de matarifes, la comparsa que ensayaba, casi un estrépito casi una salutación

de la llamarada ritual, y recorres

ahora los alrededores del Parque Batlle, por algún impulso

tan misterioso, tan insobornable

como esa cruz funesta enclavada bajo el fresno.

G.R.F.

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