ELOGIO DEL ‘BAMBO’ / Por Tomas de Mattos

A mi tío y padrino de confirmación, Leandro González Mieres, la familia menuda lo llamaba el ‘Bambo’, pero todo Tacuarembó le decía, desde que yo tuve uso de razón, “don Leandro”, pese a que por ese entonces sobrepasaría los cuarenta años. Había alcanzado una talla chestertoniana, y estoy seguro de que esta calificación lo complacería, porque siendo desmesuradamente obeso y de tan imponente magnetismo como el inglés, le profesaba gran admiración. Los unía una entrañable afinidad de fe, talento y pasiones.

Ambos eran católicos contra corriente: contra la corriente secularizante del mundo y también minoritarios y orejanos dentro de su propia “Causa”, porque no reprimían el libre ejercicio de su propio parecer. Dominaban por igual todas las artes de esgrima intelectual que demanda la polémica. Y gozaban de un parecido e indiscriminado enamoramiento de la vida en todas sus facetas, desde las más grandes a las más pequeñas. Todas las épocas de la historia de la humanidad les parecían dramáticas y decisivas.

El ‘Bambo’ cursó estudios de abogacía que, aunque lentos y ponderados, llegaron a estar muy avanzados. Sus fascinaciones eran la literatura y la filosofía; devoraba libros ajenos al Derecho y como, a su vez tenía su pundonor intelectual, progresaba con lentitud en una carrera para la que tenía condiciones innatas pero que, en la práctica, no lo entusiasmaba. Ese largo pasaje por Montevideo le sirvió, entonces, como un decisivo período de formación en Filosofía. Terminó desistiendo de la abogacía y yo no le oí confesión de que se arrepintiera.

Volvió a Tacuarembó, casó con mi tía, y se dedicaron ambos a la docencia: ella como maestra y profesora en el liceo y en un colegio privado; él como profesor de Filosofía en cuanto instituto cursara la asignatura. Como aun así los ingresos no eran suficientes, se dedicó al periodismo; editorializaba todos los mediodía en la radio Zorrilla de San Martín, cuyo nombre exime de comentarios de su orientación original; por las tardecitas tenía un programa de literatura, en el que sobreabundaban los cuentos de Juan el Zorro y los partes de Menchaca de Serafín J. García y, en los fines de semana, era el comentarista de las trasmisiones de fútbol de la radio. Yo lo oía y soñaba con que, algún día, trabajara con Solé. Con ese inconsciente tono profesoral que da el oficio, ubicaba al oyente con precisión en las vicisitudes del partido y, por más que fuera prudente, casi siempre vaticinaba el desenlace bastante antes de que llegara el o los goles decisivos.

Tacuarembó, como toda ciudad del interior, es un pañuelo. Uno camina unas pocas cuadras y ya llegó adonde quiere. Pero yo ni eso necesitaba. Hasta mis siete años las casas de mis padres y de mis tíos eran contiguas y, mudándonos en la amarga tarde del 54 en la que la celeste perdió su invicto en los mundiales, pasamos a vivir apenas a cuadra y media. Seguí, pues, integrado a la barra de mis hermanos primos, a la que el ‘Bambo’ jamás desatendió.

Su influencia sobre nosotros se ejercía de muchas maneras: era, por supuesto, nuestra enciclopedia viviente para solucionar las dudas o la falta de bibliografía que sufríamos en cualquier tema de Filosofía, Historia o Literatura; pero, más que nada era nuestro Sócrates. Con su taza de té invernal o su jarra de cerveza estival, sentado a la cabecera de su mesa, nos paría ideas en cuanto tema nos entretuviéramos, a veces escandalizándonos a Nelson, mi primo, y a mí con terribles invectivas contra autores que aún hoy admiramos y frecuentamos, pero eso nos infundió una actitud ante la Literatura que me parece indispensable: no todo autor clásico o de renombre calza en el zapato de su alma; si no te gusta, si no tienes por qué leerlo.

Por supuesto, nos contagiaba su pasión por los maestros que admiraba Cervantes y Ortega y Gasset, Shakespeare y Esquilo. Dato curioso: no frecuentaba el cine, salvo que exhibieran una película de Cantinflas. Se llevaba una silla portable y se sentaba en el pasillo. Aún oigo, en la oscuridad de la sala, su risa, profunda, de bajo, cargada de vida.

Pero no sólo de libros, política o metafísica discutíamos. También de fútbol o sobre cualquier noticia del día. Él y sus hijos eran ‘bolsos’: ‘bolsos’ babosos, en una década que como la de los 50 fue pareja. El ‘Bambo’ tuvo la fortuna de que en los años de oro de Peñarol lo amparaban los 380 kilómetros que separan Montevideo de Tacuarembó. Con todo, cuando nos encontrábamos siempre se las arreglaba para que fuéramos los mayas los que nos retiráramos embroncados.

Mi tía dejó su escritorio tal cual estaba el día en el que murió repentinamente. Esa pieza pasó a ser un santuario, la parte más reluciente de la casa. Desde entonces estuvo exenta, como nunca, de todo atisbo de desorden. Jamás pude convencerla de que me dejara revisar sus escritos: sus editoriales, sus poemas y los textos que leía en sus programas radiales de literatura. Según ella, si él no había querido publicarlos en vida, no tenía nadie el derecho a penetrar en su intimidad. Hoy permanecen cuidadosamente preservados y aunque no sé si él les dio un orden adecuado –sospecho que no-, sigo pensando que esos papeles hibernan dos o tres volúmenes de excelente calidad.

Pero pienso que lo mejor de su pensamiento se ha perdido porque, eximio orador, no era para nada afecto a la exposición escrita. Cívico de toda la vida, abrazó la transformación del Partido Demócrata Cristiano y, tragando sapos de materialismo y crispación que no compartía, permaneció en el Frente Amplio, lo que le valió a su tiempo su destitución de la Dirección de la UTU de Tacuarembó. Obligado se jubiló.

Hoy su memoria permanece viva en Tacuarembó, pero ya superan los cincuenta los últimos que disfrutaron de sus clases magistrales. Hacía sencillas las ideas más complejas, y uno de sus trucos era sumir al filósofo estudiando en su entorno histórico y trazar un perfil psicológico e ideológico. Así, el rigor kantiano se hacía natural, con las narraciones de su manía domésticas y la evolución de su ideario libertario. La autonomía de la conciencia kantiana, era, es este caso, su objetivo pedagógico primordial. ¿Cuánto intelectuales uruguayos, poderosamente influyentes en su oralidad, no tienen presencia en nuestra cultura? Estoy seguro de que don Leandro es de los principales. Y cierro esta columna narrando un hecho que lo prueba.

Por la caótica organización de nuestra enseñanza, fue profesor precario durante 20 años. Convocado a concurso nacional se negó para alarma familiar, a prepararlo. “O lo que enseñé durante todos estos años fue bueno y estoy suficientemente preparado, o era malo y entonces es correcto y justo que me bochen”, nos decía y se entregaba a la rutina habitual.

Fue el primero en el concurso de todo el país, pero antes del dictamen del Tribunal, los estudiantes del IAVA que presenciaron su clase práctica lo dieron por supuesto, rodeándolo cuando se retiraba y conminándolo a coro que eligiera nada menos que su instituto, el más prestigioso de secundaria. “Profe, nadie nos ha explicado el positivismo lógico como usted”, le dijo una muchacha asiéndole del brazo. Este hecho lo enorgullecía, al punto que nos lo contó, pero sobre todo lo tranquilizaba: “No dije del positivismo lógico nada que ya no hubiera dicho en mis últimas clases”. Subrayó lo de “últimas” porque nunca dio por suficientemente estudiado un tema o un autor.

Por supuesto, llegado el momento, eligió sus horas en Tacuarembó. “Quiero conservar mi vida, no complicármela”.

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De Periódico Informaciones – 11 de febrero de 1983

A nueve años de la muerte de don Leandro

Hoy se cumplen nueve años de la desaparición física del Profesor Leandro González Mieres. Catedrático de excepción, Periodista inteligente y certero en sus apreciaciones, Director de la Escuela Industrial, laborioso, comprensivo y tenaz en la lucha por hacer trascendente la tarea educativa de su Instituto. Hombre multifacético en la tarea rutinaria de educar a la juventud, guiándola por los senderos firmes del bien, armándola de los atributos necesarios para arribar a las mejores conquistas, provistos de firmes conocimientos, mucha fe e ilimitado optimismo.

Creyó en la juventud y en ella volcó los mejores esfuerzos y lo más fecundo de su intelecto. Pudo ser brillante profesional, pero prefirió centrarse en su vocación de educador, seguro de que desde allí estaría cumpliendo una misión más adecuada con su humilde manera de ser útil a sus semejantes. Católico decidido, jamás se valió de sus convicciones para influir en sus alumnos; predicó con el ejemplo siguiendo los designios de su carácter amable y bondadoso. Comentarista deportivo, propulsor de toda manifestación vinculada con el mismo, creador de un estilo difícil de imitar, su hablar pausado y su enfoque veraz le dieron un tono majestuoso a sus apreciaciones, vertidas con exactitud, mesura y justicia. Criticó edificando, dictando cátedra. Informaciones engalanó sus páginas contándolo entre sus colaborados más sagaces y conspicuos. Formó un hogar que hoy es el fiel reflejo de su alma cristiana, honesta, generosa, y rica en valores espirituales.

Son nueve años que nos separan de su partida y aún hoy tenemos fresca en nuestra retina su amplia sonrisa y sus gentiles modales de hombre de bien. P.M.M.

– Foto: Don Leando González Mierez en el estadio “18 de Julio” (hoy R. Goyenola) con el brazo fuera de la tribuna.

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