El mural de Dumas Oroño y el asesinato serial de la memoria

Bien se dice que el concepto de patrimonio cultural es subjetivo y cambiante. No depende en realidad de los objetos o bienes tangibles o intangibles, sino de los valores que las comunidades les van dando en cada período histórico. Los uruguayos nos hemos habituado demasiado a cometer desaciertos en lo relativo a nuestro patrimonio; y uno de tales desaciertos -esgrimido como reiterado argumento por las autoridades- es dividir los bienes culturales en dos clases: los que han sido declarados patrimoniales y los que no. A los primeros, mal que bien, se intenta protegerlos; los segundos no parecen importarle demasiado a nadie.

Se trata de un criterio bastante suicida, ya que como es obvio, la abrumadora mayoría de nuestra riqueza cultural, artística e identitaria no ha sido objeto (ni lo será, muy probablemente, ni en este siglo ni en los siguientes) de semejante declaración. No se puede confundir la realidad con el sistema; un conjunto de normas es un sistema, o una parte de este, pero la realidad, que no se deja reducir a declaraciones, es algo mucho más vasto e inconmensurable; y es allí, en su puro y dialéctico reinado, donde se va produciendo el acto creador que, en todos los órdenes y de manera más o menos insensible, va dando forma al mundo, a las mentalidades, a los modos de ver y de ser, de estar y de sentir, o de ir sintiendo.

Quisiera referirme en esta columna al mural que Dumas Oroño realizó en 1968 para adornar la fachada del edificio situado en 18 de Julio y Tacuarembó. Mucho se cacareó sobre su salvación, de su rescate, de su traslado a otro lugar donde, era de suponer, sería conservado como lo que era: una obra de arte de Uruguay, una expresión mayor de nuestra muralística, un conjunto de trazos, de figuras, de formas que, como todo arte, no agotan jamás su significado y están ahí para seguir diciendo, al compás del espíritu de los pueblos.

El mural ya no está. En definitiva, después de una patética, pobre y vacilante intervención de las autoridades, sonaron los clarines del apocalipsis, aulló por algún sitio el lobo de la depredación, y lo mataron. Hablo de muerte y no de demolición; hablo incluso de atentado serial contra la memoria, porque no es este el primer caso, ni será el último, en que cierta piqueta fatal (que de progreso no tiene nada) se encarga de operar un retroceso absurdo en lo que hace a nuestra identidad cultural.

La susodicha identidad -me refiero al modo de ser de los pueblos, a su impronta personal, a su aire propio, a su huella material y pensante- en algo tiene que manifestarse; y se manifiesta, entre otras cosas, a través de nuestras obras de arte: arquitectura, escultura, pintura, muralística y un larguísimo etcétera.

¿Por qué murió el mural? ¿Cómo pudo ocurrir semejante sinrazón? Todo empezó el día que una empresa constructora decidió realizar ciertas obras que implicaban su destrucción lisa y llana. El mural había dejado de ser valioso; se erigía como inconveniente y como obstáculo. Fue entonces cuando se desató la polémica. Tatiana Oroño, hija del artista, escritora, poeta, crítica de arte y de literatura, hizo de todo para impedir tal resultado: señaló, entre otras cosas, que Dumas Oroño fue uno de los más destacados artistas que integraron el taller de Joaquín Torres García, la famosa Escuela del Sur; que fue además uno de nuestros grandes muralistas y que sus obras bien merecen un esfuerzo elemental de preservación.

Dumas, artista versátil como pocos, utilizó las más variadas técnicas en sus creaciones: hormigón, pintura, cemento, mosaico, terracota y madera, entre otras. Aunque siempre existieron (supongo que desde la época del arte paleolítico, hace unos 40.000 años), fue durante las décadas del 50, el 60  el 70 que florecieron como nunca antes los murales en América Latina, como expresión de un arte esencialmente ligado a la historia y a la identidad de los pueblos.

El mural se integra a la arquitectura pero la trasciende, le presta el aliento visceral del artista oficiante y del artista obrero, el que comulga con el mensaje destinado a la perennidad de una pared y que inaugura un juego de símbolos ligados no a un individuo sino a la comunidad entera.

En el caso del mural de 18 de Julio y Tacuarembó, cuando apareció la amenaza, la primera opción, la elemental, la que dictaba el sentido común, tenía que ser dejarlo donde estaba; y sin embargo no se quiso dejar, como si en lugar de tratarse de una obra de arte, fuera un simple y descarnado pedazo de hormigón.

La segunda era retirarlo cuidadosamente y ponerlo en otro lado, pero parece que costaba mucha plata, y como no se puede andar malgastando el dinero en cuestiones tan fútiles como el arte, ahí nomás se dictó la sentencia de muerte. Es cierto que se filmó el mural en tres dimensiones y se le tomó una copia en látex, pero se trata de un material sumamente frágil, que solamente resiste una reproducción y después hay que tirarlo.

Un caminante que pasaba, justo en el momento en que la piqueta demencial caía, tuvo el buen tino de detenerse a grabar un video. Al fin de cuentas, se trataba de un testimonio histórico; y la posteridad, ya se sabe, suele ser el mejor y el más implacable de los jueces. Después, el caminante se encontró con Tatiana y le mostró la grabación. Ella soportó estoicamente el mal trago, es decir, miró con los ojos bien abiertos cómo se consumaba la aniquilación de 32 metros cuadrados de obra muralística realizada en cemento vibrado.

Ante esto, varias cosas acuden a la mente. En primer lugar, la idea de que ningún proyecto arquitectónico, ni privado ni público, debería atentar contra una obra de arte, y mucho menos si se trata de un mural como este, que sí era posible retirar sin mayor detrimento.

¿Acaso no se trasladó en 1964 un templo egipcio entero, el de Abu Simbel, que corría peligro de quedar sepultado bajo las aguas del Nilo por obra y gracia de la represa de Assuan? ¿Acaso no se trasladó en 1985 el mural de Diego Rivera titulado Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, del hotel del Prado al Museo Mural Diego Rivera? ¿No se decidió también el traslado de un mural de David Alfaro Siqueiros, realizado en el sótano de Los Granados, la mansión del millonario argentino Natalio Botana, en donde -para colmo- había sido repintado por indecente? Y los ejemplos podrían continuar.

Dijo el propio Dumas en 1998, en ocasión de la reconstrucción de otro mural, situado en el liceo Manuel Rosé, que “hay en este liceo obras de un valor singular… era otra época, era otro liceo distinto, teníamos una actividad cultural muy amplia”, y agregó que “vine a hacer lo que podía, que es recuperar una parte del acervo artístico del liceo. A los alumnos les diría que cuiden las obras de arte que tienen. Que vengan los exalumnos a ver los murales y que nos ayuden”. ¿Y ahora, qué exclamaría Dumas? Más o menos lo mismo que podría exclamar Julio Alpuy si resucitara y fuera a ver el estado del mural que pintara en el liceo Dámaso Antonio Larrañaga.

Me falta todavía, para cerrar esta triste y desalmada historia, mencionar el detalle supremo, que bien pudiera ser el digno colofón de cualquier cuento o novela que se precie, si no fuera porque la realidad -como dije al comienzo- es mucho más fuerte que la imaginación y desborda las normas, los papelitos de la burocracia y las mezquindades de este mundo: el mural fue destruido el 30 de agosto, día internacional del detenido desaparecido.

Toda una alegoría de la no justicia, de la no verdad, de la ceguera que se erige en desgracia y en empobrecimiento; porque hay desapariciones y desapariciones, y en cada una late un despiadado ejercicio de violencia, de abuso y de crueldad.

Necesitamos, me parece, trabajar mucho más nuestra sensibilidad para que brote de una vez por todas el deseo de conservar y preservar nuestra riqueza patrimonial (la declarada y la que no). De ello y de la expresión de una vigorosa voluntad pública, en la que un rol no menor le corresponde a la educación, depende la verdadera democratización de la cultura. De lo contrario, el día que nuestra conciencia colectiva “avive el seso y despierte”, como en la copla de Manrique, será demasiado tarde.

Marcia Collazo

Publicado en http://www.carasycaretas.com.uy/

– Dumas Oroño, nació en Tacuarembó el 30 de octubre de 1921 y falleció el 28 de enero de 2005 en la ciudad de Montevideo. Fue un artista plástico, gestor cultural y docente uruguayo. Su obra artística abarcó varias disciplinas: pintura, escultura, grabado, cerámica, muralismo, diseño de joyas, entre otros.

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